Cuentos de un Chairo.- Desde hoy, no faltará el pan.- Malthus Gamba



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Conocí a Don Gil, hace varios años. Yo, un niño, sabía que trabajaba con mi padre. Eran socios en alguno de los muchos negocios que emprendió ese hombre incansable que me trajo al mundo. Don Gil me pareció siempre un hombre estupendo. De buena plática, abierto y alegre, era de esas personas a las que da gusto escuchar. Alto, de tez blanca, pelo castaño claro ensortijado, que le llegaba por debajo del hombro. Una persona que armonizaba bien con mi padre, alto también y de buenas proporciones. Fueron inseparables por bastante tiempo. No había semana en que dejara de acudir una o dos veces a nuestra casa, después de haber concluido la actividad en el negocio.

Mis hermanos y yo le decíamos tío Gil. Mi madre, que estudio para cultora belleza (aunque nunca ejercicio), era la única persona autorizada para recortarle el pelo. De ese tamaño fue la amistad que se dio entre mi familia y Don Gil, como ahora le llamo.

Al parecer, los años tienen la mala costumbre de acentuar las fallas humanas, para hacerlas más visibles de lo que fueron en primera instancia. Al tío Gil le gustó siempre la bebida. Mi padre bebía un poco, pero siempre guardando la debida compostura y jamás permitió que ese pequeño gusto fuera un obstáculo para atender eficazmente, las muchas actividades que desempeñaba a diario.

Al tío Gil, el gusto por el vino lo fue ganando de a poco. Al principio la cosa no parecía tener mayor importancia. Mi padre se hacía cargo de sus asuntos y todo marchaba sin tropiezos. Pero su ritmo de vida requería cantidades cada vez mayores de efectivo; así que, en un momento determinado, el tío Gil decidió vender la parte que le correspondía del negocio y, no obstante que mi padre no estaba del todo convencido, llegaron a un acuerdo y cerraron el trato.

Las visitas del tío Gil se fueron haciendo escasas, hasta cesar definitivamente. Mi padre lo siguió frecuentando por algún tiempo. Después esta amistad también tocó a su fin. El tío Gil se casó y fue a vivir a la costa. Echó raíces en Veracruz y esto fue lo último que supimos de él.

De tanto en tanto recordábamos los tiempos en que el tío Gil era como un integrante más de la familia. El recuerdo siempre es grato, pero con el tiempo, como todas las cosas, tiende a desgastarse. Llegó el día en que no volvimos a rememorar esos años; su nombre se marchitó y dejó de pronunciarse en la casa. La vida nos procura el olvido, para poder afrontar presente y futuro, sin llevar a cuestas la enorme carga del pasado.

Pasaron muchos años de estudios, esfuerzo y trabajo permanente. La situación de mi familia sigue siendo buena, gracias a la sólida base que heredamos de mi padre. Vivimos bien y sin contratiempos mayores.

Hace una semana, paseando por el Centro Histórico de la Capital del país, me detuvo de improviso una persona mayor, de aspecto descuidado, un tanto gordo, de barba y bigote tupido. Me tendió su mano amistosamente diciendo "con todo y la apariencia de persona distinguida, puedo ver aún con claridad a mi sobrino ... (aquí pronunció mi nombre). Ante mi visible desconcierto continuó "sé que es difícil reconocer al antiguo tío Gil, dentro de estos trapos viejos y con la apariencia decadente que presento, pero en verdad soy yo, sobrino". La sonrisa abierta, franca de otros tiempos, fue la última prueba de su identidad.

Después del abrazo afectuoso y franco, le propuse comer en algún sitio, para platicar con más tranquilidad sobre las cosas relativas a su persona y a mi familia. Aceptó y entramos al salón La Opera, en 5 de Mayo. Ese lugar fue punto frecuente de reunión para mi padre y el Tío Gil, según nos platicaban.

Después de los aperitivos y mientras esperábamos la comida, me fue contando aspectos relevantes de su vida. Se había casado y divorciado en dos ocasiones. Los negocios no marcharon bien, desde que se había separado de mi padre. Aceptaba francamente que su manera de beber le había ocasionado muchos problemas.

Actualmente vivía solo. En el pago de pensiones alimenticias se le habían ido los recursos y las pocas oportunidades que se presentaron para rehacer su situación económica. Estaba en quiebra desde hacía unos años. Trabajaba en lo que salía. A su edad, los espacios se cierran, aunque el hambre permanezca. Sus exesposas e hijos no lo frecuentaban, seguían en Veracruz, cada cual dedicado a sus asuntos. A veces el hambre apretaba y lo importante entonces era no darse por vencido.

Preguntó por mi familia y se alegró mucho al saber que todo marchaba del mejor modo. De la muerte de mi padre ya sabía. Al parecer, mantuvieron por mucho tiempo cierto contacto epistolar, que los demás desconocíamos. Me dijo con franqueza que mi padre lo ayudo mucho en los momentos más difíciles. Sabiendo el mutuo aprecio que se tenían, debió haber sido lógico suponerlo.

Ese día estaba particularmente contento. Me enseñó su tarjeta de la tercera edad, que recién le habían entregado. Olvidé contar que tanto mi padre, como el Tío Gil, fueron siempre dos convencidos de que México necesitaba con urgencia un presidente como López Obrador. Lo apoyaron en sus anteriores aventuras presidenciales. Había votado por él en la pasada contienda y hoy se sentía feliz y orgulloso de este gobierno. Al menos, me dijo, el pan diario estaba garantizado. Eso era un gran paso para él.

Bebimos algunas copas más, aunque me confesó que su salud, ya no le permitía incurrir en excesos.

Antes de despedirnos, concertamos una visita a la familia para el siguiente fina de semana. Se mostró feliz con la idea. Le comenté que también estaba requiriendo de alguien de mi completa confianza para un puesto de coordinación, en uno de mis negocios. El sueldo era atractivo y el trabajo fácil (considerando que, en ese momento, estaba creando esa función y podía asignarle cualquier tipo de actividad).

El tío Gil nunca ha sido tonto. Se dio cuenta de la ayuda que le estaba brindando y me lo agradeció de corazón, manifestando que mi padre supo crear una hermosa familia. Ya habría tiempo de hablar de eso, me dijo. Por lo pronto, había resuelto el problema del alimento diario, sin temor a los cambios de fortuna habituales en su vida, gracias a la tarjeta de la tercera edad. Lo demás sería bien recibido.

Nos separamos a la altura del zócalo. Le di los números telefónicos de mi celular, de la casa y de mi madre, a quien seguro le encantaría volver a verlo. Se despidió como siempre, afectuoso. Lo vi alejarse a paso lento, elegante como antes, a pesar de la deslucida indumentaria.

Tiene razón el tío Gil, pensé. Para cualquier persona, lo básico es el pan diario. Lo demás se va arreglando poco a poco.

Y eso es lo que está garantizando el gobierno del cambio, a la gente de la tercera edad: nunca más un día de vida, sin el alimento necesario.


Malthus Gamba

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